viernes, 6 de agosto de 2010

DEDAZO Y DEMOCRACIA EN LOS PARTIDOS



La Constitución española establece en su artículo 6º que los partidos políticos en “su estructura interna y funcionamiento deberán ser democráticos”. ¿Qué se entiende por “democráticos”? Pues no se especifica muy bien. Se supone que dentro de un partido político debería haber libertad de expresión, pluralismo, elección democrática (por sufragio universal) de los diferentes cargos y representantes… en fin, todo lo que para la organización de una sociedad se entiende por ´democrático´.

La realidad, sin embargo, dista de compadecerse con ese precepto constitucional, cuyo cumplimiento nadie parece muy interesado en reclamar. Y eso que los partidos son el principal instrumento de participación política de los ciudadanos. Son su herramienta para estar representados. Sin embargo, la democracia representativa es una estructura bastante deslegitimada, muy distante de la ciudadanía. Listas cerradas y bloqueadas, una clase política que no acepta limitaciones de mandatos, tendencia a la concentración del poder y no a la división de poderes… Por eso, muchos pensamos que vivimos en una democracia de baja calidad, donde los ciudadanos no cuentan con representantes a los que puedan pedir responsabilidades y que sean el reflejo de sus opiniones e intereses.

Los partidos políticos celebran congresos, donde los delegados, elegidos a su vez por listas cerradas y bloqueadas, eligen a otros delegados, que a su vez eligen órganos dirigentes. Es la traslación del modelo leninista y de nuestro pasado reciente, una síntesis de democracia popular con democracia orgánica, en la que realmente prima una partitocracia y dentro de ella una oligarquización del poder basada más en las lealtades personales, el clientelismo y el tráfico de influencias. Esta estructura favorece igualmente el vaciado ideológico, de manera que los partidos políticos devienen en maquinarias electorales, grandes empresas de márketing político, que funcionan más bien como “lobbies” que como un instrumento de representación. El discurso político tiende a la movilización de sus seguidores como si fueran una hinchada futbolística, fomentando el hooliganismo, la demonización del contrario y no articulando un compromiso y un programa con los ciudadanos a los que supuestamente aspira a representar.

Es patente, pues, que los partidos políticos en la España de hoy son esencialmente antidemocráticos. Vimos cómo en su día, en 2004, un partido político que presume de tener cientos de miles de militantes, como el PP, esperaba a que su entonces presidente designara mediante un dedazo indisimulado a su sucesor al cargo orgánico y a candidato a La Moncloa, donde hasta ahora no ha conseguido entrar más que como dirigente de la oposición. La falta de legitimidad democrática de Rajoy es tan patente como débil es su liderazgo. Cuestionado continuamente en su propio partido, en sus terminales mediáticos, intentó suplir ese vacío con un congreso que fue más un pacto con las oligarquías internas de su formación, con graves hipotecas y manos atadas frente a redes de corrupción que afectaban al aparato anterior y a varios aparatejos territoriales y gobiernos autonómicos.

Cuando en 1997 fue elegido Joaquín Almunia secretario general del PSOE en un congreso en el que el líder natural, Felipe González, decidió retirarse por sorpresa después de su derrota electoral del año anterior, fue consciente de esa falta de liderazgo. Y recurrió a un procedimiento insólito en la joven democracia española, algo que por imitación del modelo norteamericano se denominó “elecciones primarias”. Aunque no eran iguales que las que se llevan a cabo en Estados Unidos, mediante este procedimiento no iban a ser los comités, los aparatos ni los políticos profesionales los que designasen, sino los militantes los que eligiesen, sin intermediarios. Las “primarias” no las ganó Almunia, pese a lo cual ni dimitió de su cargo ni renunció a ser el candidato en las elecciones de 2000, que su partido perdió de forma contundente. A Borrell no le dejaron ejercer de candidato, pese a tener el apoyo democrático de la base social del PSOE. Y la bicefalia de las dos legitimidades no funcionó. Simplemente porque los mecanismos de elección directa son un cuerpo extraño para los aparatchik profesionales, quienes no saben desenvolverse bien en ese terreno. No es su medio. Se puede discutir mucho cuál es el mejor procedimiento para articular la democracia interna en un partido político, pero lo que es indiscutible es que el actual funcionamiento de las formaciones políticas en España es manifiestamente antidemocrático. Y que no se corresponde con el mandato constitucional antes citado.

Ahí tenemos cómo despachó el hoy cuestionado Tomás Gómez las discrepancias de un concejal de su propio partido, Alejandro Inurrieta, al que, por expresarse libremente en su blog, le incoó hace no mucho tiempo un procedimiento sancionador para expulsarlo del PSOE. Curiosamente, las tesis de Inurrieta, heréticas en su día, eran que Gómez no era el candidato adecuado para las elecciones autonómicas, opinión que ahora ha pasado a ser doctrina oficial en la ejecutiva federal, que es, por cierto, el órgano que deberá resolver el expediente remitido por los socialistas madrileños.

Pero el episodio reciente más lamentable que evidencia este despotismo indisimulado, en el que ni siquiera se cuidan las formas, es el rifirrafe para designar a los candidatos del PSOE a la Comunidad y al Ayuntamiento de Madrid. Primero, ante una instancia “representativa” de las estructuras partidistas, el Comité Regional, el secretario de los socialistas madrileños manifiesta su intención de ser el candidato que intente relevar –difícil tarea- a la cada vez más crecida Esperanza Aguirre. Sin hacerlo ni ante los órganos del partido ni de manera colegiada, el secretario general del PSOE, José Luis Rodríguez Zapatero, hace ostentación y alarde de su poder expresando sus preferencias y sus voluntades, esto es, sus deseos. Sus deseos son órdenes, suponemos. Esta grosera exhibición de su poder personal, ajena incluso a los Estatutos de su partido, nos muestra su afán de controlarlo todo personalmente, y de hacerlo con ostentación, de decidir los más variados asuntos de manera despótica, entendiendo que por la cuenta que les trae a los que aspiren a ocupar puestos en las listas, todo el mundo dirá amén.

Trinidad Jiménez, que ya se estrelló en 2003 frente a Gallardón y que no asumió sus compromisos como portavoz de la oposición municipal hasta el final de su mandato, ha sido la ungida para la Comunidad de Madrid. Y Jaime Lissavetzky, por su parte, ha sido distinguido con el dedazo para enfrentarse al faraónico y megalómano Ruiz Gallardón, quien sigue siendo un buen activo electoral.

Por supuesto, de programas, ideas y de inquietudes ciudadanas de eso ni se habla. También los electores de izquierda estarán esperando a que los ungidos tengan grandes ideas geniales que habrá que seguir como borregos. Ese es el papel que el guión les ha asignado, el de meros corifeos.

Los ciudadanos, con sus recortes salariales, laborales y sociales, además de buscarse la vida en su actividad privada, no tienen más opción que seguir siendo convidados de piedra en esta democracia que sólo cuenta con ellos para que les pidan el voto cada cuatro años, casi con el único argumento de que si no votan a los “suyos”, vendrán los malos.

La falta de democracia en los partidos, junto con las listas cerradas y bloqueadas, el carácter oligárquico de la clase política, amén de la larga lista de privilegios y prebendas y la impunidad de la corrupción, hacen que el sistema de representación, tal como está funcionando, ya no aguante más y sea imprescindible que la sociedad civil se deje oír y empiece a organizarse. Porque, ¿alguien ha oído a alguno de los actores antagonistas en liza –o quizá títeres, cuando menos vasallos de su señor- qué quieren hacer en Madrid?

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