jueves, 24 de junio de 2010
A PROPÓSITO DEL ARTÍCULO DIFAMATORIO DE EL MUNDO CONTRA LOS FUNCIONARIOS
Traemos aquí a colación una entrada de Pablo López Gómez en DESEDUCATIVOS sobre un lamentable artículo contra los funcionarios públicos escrito en EL MUNDO por un infame e infamante opinólogo apellidado Sostres. Al hilo de lo que dice Pablo y de algunos comentarios que se han escrito en el citado blog, cabe hacer, no obstante, algunas reflexiones.
Ya nos gustaría poder pasar olímpicamente de artículos tan vomitivos como el perpetrado por el tal Sostres, siguiendo los consejos de algún sensato comentarista de DESEDUCATIVOS. Pero por desgracia no es posible hacer como si no existieran. Y ello por varios motivos:
1) Crean opinión. Extienden el veneno.
2) Son una injuria colectiva que puede derivar en una persecución y un hostigamiento legitimador de nuevas agresiones contra el colectivo funcionarial para las que se busca más apoyo en la sociedad.
Poniéndome al nivel del difamador, podría decir grosera y toscamente que a mí lo que diga Sostres me la suda, pero lo que no me deja indiferente es el efecto nocivo causado por la inquina tóxica que difunden sus malintencionadas y zafias injurias. No hace falta ser lingüista para saber que las palabras, puestas en acción, en un contexto y en una situación particulares, son casi siempre algo más que meras formas dotadas de significado. Si con el verbo amenazamos de muerte, si incitamos al odio, si instigamos a la comisión de un delito, si calumniamos, si metemos cizaña o provocamos a alguien, no estamos simplemente manifestando opiniones y ejerciendo el legítimo derecho a la libertad de expresión, estamos convirtiendo los enunciados verbales en armas cargadas de una munición dañina. El verbo no es un crimen, pero ¡cuántas veces lo que se hace con el verbo da paso a un crimen!
¿Qué pasaría si tras leer el artículo de ese hooligan que fabrica ingentes cantidades de ira (tanto entre los que envenena como entre los que se sienten injustamente agraviados por él), un funcionario cabreado escribiese una columna incitando a la quema del cafre difamador en la plaza pública o a acudir a su domicilio particular a lapidar al autor del libelo y al director que lo ampara? Pues naturalmente se consideraría un delito, una incitación a la comisión de un crimen. Por eso, lo que ha hecho el inquisidor “anti-servicios-públicos” es algo más que producir basura, es algo más que expresar opiniones discutibles, es contribuir a un ataque generalizado muy calumnioso del que creo que tenemos derecho a defendernos con más firmeza que mediante una mera réplica en un debate en el que se intercambien opiniones adversas.
¿Descalifica la publicación de este injurioso y delictivo artículo a todo el periódico? No ha sido nunca EL MUNDO santo de mi devoción, pero me temo que la degradación deontológica es ya un fenómeno extendido en toda la prensa española.
El periodismo de información general está tomando aires de trinchera y lleva décadas perdiendo calidad y altura de miras, aunque suene muy duro decir esto. Lo de los editoriales conjuntos de cierta prensa catalana recuerda a los artículos de inserción obligatoria de la Dictadura. Por otro lado, tanto ABC, como EL MUNDO y LA RAZÓN de vez en cuando tienen colaboradores y columnistas que atinan e iluminan el camino. Todos ellos también cuentan con profesionales –en el peor sentido del término- que están al servicio de las consignas y las líneas de comentario-agitación-propaganda de lo más cansino y cutrón. Pero si es imposible encontrar un medio plenamente honrado y un solo periódico “legible”, la línea editorial de Pedro J. ha sido desde el primer momento una mezcla del “New York Post” y “Pueblo”, que ha hecho del juego sucio su principal arma estratégica y de la falta de respeto a cualquier escrúpulo su genuina seña de identidad.
En España, desgraciadamente, todos los periódicos de información general sin excepción manipulan cada vez con menos finura y llevan a las rotativas tal grado de implicación en la defensa de sus de intereses que casi han eliminado la más mínima frontera entre información y opinión. Se guardan lo que no les interesa. Dosifican las noticias de que disponen a conveniencia, las mutilan, las aplazan, las silencian, las magnifican, cuando no las falsean sin pudor. La línea editorial de la prensa generalista es insostenible, llena de incoherencias y recurre con demasiada asiduidad a la demagogia más burda. Ninguno juega limpio. Sólo que la pluralidad de información y opiniones en la red avanzan sin freno en contra de todo deseo de controlar unilateralmente la información. Internet ha terminado con el oligopolio mediático. Al menos por ahora. Afortunadamente.
Es cierto que EL MUNDO desde hace algunos años se hace eco de forma más generosa de la crítica al statu quo en la enseñanza que EL PAÍS, medio que lamentablemente forma parte del “establishment” educativo, aunque haya salido del búnker tras la muerte de Polanco y deje respirar un poquito, pero todavía demasiado poco. También es bueno no olvidar que el mundo, en minúsculas, no se divide entre lo negro y lo blanco, los buenos y los malos.
Lo cual no quita para reconocer que Pedro J. ha sobrepasado demasiadas veces y de forma hiperbólica las fronteras del amarillismo más estridente, la manipulación y las trampas, demostrando su absoluta falta de reparos a la hora de utilizar su periódico como una herramienta para fines espurios. No es un hecho nuevo. Como tampoco es justo que nos podamos sentir inermes frente a una agresión tan brutal como la que hemos sufrido a manos de un individuo que formula un juicio sumarísimo con el que los que trabajamos en los servicios públicos estamos condenados de antemano. El columnista de marras contribuye a convertirnos a los ojos de sus lectores en auténticos e indeseables parásitos y por ello, se ha excedido de una forma que a partir del día en que se pasó cien pueblos, su firma ya se asociará indefectiblemente al periodismo basura.
Por otra parte, jamás se me ocurriría descalificar a nadie por ser lector de un determinado periódico. Yo, personalmente, les echo un vistazo a muchos de ellos en su versión digital. En nuestro país hay que contrastar mucho y acudir a varias fuentes para formarse una opinión más o menos cabal de la realidad. Entiendo que cada uno lea lo que le apetezca, no por ello vamos a caer en la inmediata estigmatización. Siempre he apreciado y valorado a muchas personas que no leían lo mismo que yo. El etiquetado fácil de los demás por leer tal o cual medio ha sido una conducta extendida desde la época de Anguita-Aznar-Pedro J. (superlativos productores de odio) y que nos retrotrae a un espíritu guerracivilista del que hay que huir como de la peste. He sido suscriptor y lector de EL PAÍS durante años, me cansé de sus tergiversaciones y sus trampas y lo dejé. Sufrí en su día descalificaciones y reprensiones por ser lector del diario de PRISA. Y aunque cada día siento una desafección mayor respecto del que fuera mi antiguo periódico, que hoy ya sólo me inspira hastío y decepción, no entiendo que se pueda considerar como un defecto, pecado o delito leer tal o cual diario. O que esa circunstancia sea motivo para incluir a alguien en la lista negra.
Yendo al fondo del infumable e irritante artículo del escribidor de cuyo nombre muchos no queremos acordarnos. Hay funcionarios cumplidores, absentistas, caraduras y otros ejemplarmente dedicados al servicio público. Como en cualquier grupo humano y profesional; es de perogrullo. Que un sindicato lleno de liberados que llevan años escaqueándose de ir a su trabajo dé lecciones sobre absentismo es un argumento dpara dar la razón a Valle-Inclán cuando decía que en España siempre es carnaval. En un colectivo tan amplio como el de los empleados públicos habrá de todo. Partamos del principio de presunción de inocencia y que se denuncien individualmente los casos de fraude, absentismo y corruptela, si hay pruebas. Justo es decir, por el contrario, que la ineficiencia del trabajo funcionarial desde un punto de vista estructural es responsabilidad de los políticos, que son quienes dirigen las distintas administraciones y han creado las condiciones en las que se cultivan los vicios de la función pública.
Por otro lado, no tengo la intención de arremeter contra la libertad de prensa ni contra la profesión de quienes escriben o hablan en los medios. Pero el uso desmedido del poder que da una columna en un medio de cierta difusión también es una potestad a la que deben ponerse límites. Pensemos en el daño que causó hace unos meses una “información” que acusaba a un padre de la muerte de la hija de su compañera, en un ejemplo injusto de linchamiento mediático de una persona sobre la que simplemente se abrió una investigación de oficio porque la niña ingresó en el hospital con heridas y los médicos se limitaron a cumplir el protocolo. Fueron varios los diarios que ya habían condenado a ese pobre hombre, que luego no tenía ni arte ni parte en esa historia. El cuarto poder hace en ocasiones un uso absolutamente despótico de su influencia. Y, como todos los poderes, debe tener límites. Hoy ha sido un ataque colectivo, brutal, pero sin nombres ni apellidos con los que nos podamos dar por aludidos. Mañana puede ser una información calumniosa individualizada. Estamos indefensos si no exigimos a los periodistas que sean responsables de sus actos. Como tiene que serlo cualquier persona en su ámbito laboral o privado. No hablo de censura, a la que me opongo rotundamente. Hablo de ética profesional, dentro de la libertad de conciencia, de pensamiento y de expresión.
Por mucha distancia que se quiera mantener respecto de un asunto que tanto toca la fibra sensible, por mucha ecuanimidad que debamos observar a la hora de enjuiciar un artículo de opinión del que discrepamos (como otros –legítimamente- no están de acuerdo con nuestras apreciaciones y juicios de valor), es muy difícil contenerse ante un abuso tan ilícito de una tribuna periodística para dar rienda suelta a la infamia con un nivel de bajeza y abyección como ha hecho un individuo que con su conducta (las palabras en contexto son hechos) ha roto impunemente las reglas del juego y se ha adentrado por una senda que si se generaliza, corre el riesgo de favorecer que nuestra vida colectiva se rija por la ley de la selva.
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