sábado, 3 de julio de 2010

JOSÉ MUNILLA, OBISPO DE SAN SEBASTIÁN


El “joven” obispo donostiarra José Munilla (13-11-1961) es uno de los más contundentes ejemplos de remar contra corriente, a lo bestia, seguro de sí mismo y de su fe e indiferente al mundo, el demonio y la carne, tentaciones que desprecia desde una jesuítica humildad tras la que se esconde el sentimiento contrario, el pecado capital que más difícilmente puede disimular la autoridad episcopal que pregonará su verdad en las homilías desde el Buen Pastor. Es todo un paradigma de la voluntad, en el sentido más trascendente y noventayochesco del término. Vasco no nacionalista, se enroló en la iglesia pero no se formó bajo las directrices del entonces todopoderoso Setién, sino que lo hizo en el seminario de Toledo. No claudicó ante una iglesia dominada por el mundo abertzale. Quiso ser sacerdote en una época en la que las vocaciones eclesiásticas estaban ya de capa caída y había que tener más moral que el Alcoyano para escoger la senda de la vida parroquial y pastoril. No necesitaba la carrera eclesiástica para huir de la miseria del campo ni para escapar del mundo. Escogió esa vía porque así fue su designio, su voluntad terca e indomeñable.

Desde los inicios de su carrera sacerdotal su decisión fue volver a su tierra natal, un país, un territorio, unas provincias, donde la iglesia ha ejercido un protagonismo público inmenso desde el siglo XIX, como una expresión de su nostalgia de la sociedad del Antiguo Régimen. Buscando un papel de emisario popular por la gracia de Dios, un autoelegido representante que hablara en nombre de su pueblo, de sus fieles. Un evidente anacronismo después de las revoluciones liberales-burguesas, que nosotros no tuvimos. La iglesia ha exigido para sí en ciertas “nacionalidades históricas” una presencia social y política innecesaria en una democracia representativa.

De hecho, el principal núcleo sociológico del carlismo y luego de su desviacionismo racista y disgregador, el nacionalismo vasco de Sabino Arana, ha sido el clero estructurado como una fuerza con vocación política y populista. Un clero organizado, ansioso de protagonismo social y mesiánico en su voluntad de liderazgo colectivo. Un clero al que pertenecieron algunos de los pocos sacerdotes que fueron represaliados y masacrados por el bando franquista. Pero también un clero que llevó al dictador bajo palio poco antes de transformar su resentimiento y su odio en apoyar aquella escisión de las Juventudes del PNV que luego se llamó ETA, la expresión más terrible de la España negra. Porque ETA es de lo más español que puede haber, heredera directa de las peores tradiciones de la Península Ibérica.

Gregorio Salvador recordaba en una entrevista a la revista de la Asociación de Profesores de Español cómo Añoveros, cuando era obispo de Cádiz, en la década de los 60, porfió para que el entonces gobernador civil de la provincia lo expedientara porque en sus clases de catedrático de instituto explicaba a Miguel Hernández. Ese ha sido siempre el afán dañino de destrucción del adversario y de intolerancia hacia el pensamiento disidente de los prelados con vocación política: inquisidores. Luego el obispo Añoveros, en sus años al frente de la diócesis de Bilbao, quiso llenarse de una gloria inmerecida y desafió al régimen de Franco con su famosa homilía y su carta pastoral cuando el caudillo era casi un espectro en 1974, el año de la tromboflebitis del decrépito tirano, en el que ya era muy evidente la decadencia del dictador y más cercana que nunca su fecha de caducidad. Añoveros, glorificado en las sesgadas hagiografías escritas por sus colegas del eusko-nacional-catolicismo, contaba entonces con los suficientes apoyos en el Vaticano y en Tarancón como para saber que arriesgaba bien poco y ganaba mucho defendiendo un mensaje que se interpretó en su día como lucha democrática, pero que no era más que apoyo a la retrógrada y reaccionaria parroquia nacionalista. Cobardía y oportunismo, inmoralidad e indecencia. Tratar de salvar los muebles poco antes de que el barco en el que estaban tan a gusto se hundiera y garantizar un anclaje en el nuevo poder que estaba por venir.

En los años terribles de la transición en el País Vasco, en los años de plomo, en los que Euzkadi sufrió el azote del fascismo más brutal, de la mafia asesina, de la presión insoportable, del enloquecimiento al que le llevaron los portadores de odio y de veneno convertidos en muerte y destrucción, la jerarquía eclesiástica de Euskal Herria representó lo más siniestro de nuestra particular historia de la infamia. Setién y compañía, Pagola, el arcipreste de ETA, que daba refugio en sus sacristías a despìadados y descerebrados asesinos, han sido la muestra más inhumana y repulsiva de estos últimos treinta y tantos años de la influencia eclesiástica en la historia reciente de España.

Munilla es posiblemente un reaccionario indisimulado, sin disfraces ni cirugía. Sin complejos, como se dice ahora. Un hombre imbuido de la soberbia del poder por el poder (porque el poder eclesiástico es poder químicamente puro, sin segregaciones de corrupción económica ni de clientelismo), es pura dominación personal. Probablemente se trate de un retrógrado sin paliativos, de un hombre de una fe firme para el que los tiempos en los que vivimos, lo políticamente correcto, la imagen, los medios de comunicación y tantos condicionantes que para otros hombres públicos son su verdadero poder fáctico, a él le provocan la indiferencia displicente de quien vive en su propia verdad. Desdeña todos esos referentes ambientales de nuestra era como meros accidentes ocasionales del paisaje.

Su determinación de acabar con la era Setién y todo lo que ella ha representado me lleva a la identificación con un personaje que en otro contexto sería un elemento con el que no tendría absolutamente nada en común. Si limpìa la diócesis guipuzcoana de basura abertzale, si depura sin piedad y con perseverancia la sórdida e incalificable herencia de sus predecesores, habrá prestado un gran servicio público por el que le deberemos gratitud, que trascenderá los límites territoriales de su demarcación.

¿Está con Munilla la iglesia vasca dando la espalda a la sociedad y viviendo al margen de ella? La iglesia como expresión colectiva que desee influir y ser portavoz de la ciudadanía es ya un anacronismo inaceptable en cualquier organización democrática de un país desarrollado. No necesitamos su tutela ni su representación ni su intercesión para nada. La religión sólo tiene sentido en el mundo libre como hecho individual. Es tercermundista aceptar una mediación eclesiástica para el “conflicto vasco”. Una de las patas de la mesa de la mítica “salida negociada de la violencia”. Que era sólo una forma de contar con un grupo de presión pronacionalista que se sentía impune en su abyecto papel de justificar a los verdugos y ningunear a las víctimas. Aznar aceptó el papel mediador del nada equidistante Uriarte, que terminó en dique seco. Se han hecho símiles con la presencia de las iglesias en el “proceso de paz” irlandés. En esa guerra había dos barbaries: la católica y la protestante. Si no hubiera sido por esas dos religiones que han estado sembrando odio durante siglos, Irlanda del Norte habría caminado antes hacia la integración y habría evitado la traumática fractura de dos comunidades que tratan de pisarse la una a la otra y que respectivamente no han aceptado la existencia del que vivía en su misma tierra y tenía otra identidad porque profesaba otras creencias. Identidad para dividir. Identidad para odiar al prójimo.

Ahora se le critica al prelado Munilla por entrar como un terminator en su feudo donostiarra. Que tiene listas negras y que está empezando a perseguir con saña a quienes tenía entre ceja y ceja en sus épocas de párroco por guipuzcoanas tierras. Se habla de un franciscano al que quiere desterrar. Habría que saber si ese franciscano es un abertzale filoterrorista de los que han acogido a asesinos en sus sedes eclesiásticas y pertenece al grupo de los que han estado sembrando odio y apoyando a ETA. En ese caso, justo sería aplaudir la decisión de Munilla. Si simplemente es una venganza personal contra alguien que en su día discrepó de él, me parecería un acto miserable y de muy poca categoría. De escasas miras.

Pero hay que recordar que en época de Setién fue sancionado el cura de Maruri, uno de los pocos sacerdotes que se comprometió en la lucha contra el terrorismo. La Iglesia vasca, y en especial la diócesis de Guipúzcoa, tiene una hoja de servicios infame en cuanto al compromiso contra los asesinos y en su ayuda a las víctimas del terror. Justo y necesario es depurarla de esa asquerosa inmundicia.

Es por este motivo por el que un personaje como Munilla puede ser visto como un servidor público útil, no un líder ideológico ni espiritual, sino un Deus ex machina tan necesario como el jefe de desratización del Metro de Madrid. Un prelado que en lugar de ser un pastor populista, heredero de nuestra tradición de curas guerrilleros que se inició en la guerra de la Independencia, es más bien un jerarca maquiavélico y florentino, como un Don Fermín de Pas, con la misma mala leche, un jugador aguerrido que calcula con paciencia y de forma despiadada cuándo va a dar a sus adversarios el jaque mate para quedarse él solito con todo el tablero de juego.

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