Hace ya la friolera de cuarenta años, el 11
de septiembre de 1973, el gobierno democrático de Chile fue derrocado por la
junta militar golpista, presidida por un general de infausto recuerdo, Augusto
Pinochet. Con el golpe no sólo murieron muchas esperanzas, que fueron truncadas
en un país que había escogido una vía democrática y pacífica hacia una sociedad
más justa e igualitaria en América Latina. También una cifra demasiado alta de
víctimas de torturas y desapariciones, de feroz represión, una estela destructiva
de un implacable terrorismo de estado. La cara más terrible del fascismo más atroz.
Recordemos que Pinochet, además de sanguinario, llevó su delirio a prohibir la
lectura del Quijote en su país.
Cuando vuelven las imágenes de los tanques
en Santiago, del ataque al palacio de la Moneda, de las últimas fotos de
Salvador Allende defendiendo al pie del cañón la legitimidad que él encarnaba
frente a las fuerzas golpistas, volvemos a sobrecogernos y a sentir un escalofrío.
La dictadura pasó, dejó tras sí un reguero de sangre y devastación, aún
no se cerraron todas las heridas. Y aún sigue habiendo un desvergonzado apoyo a
los golpistas de quienes carecen de la más mínima sensibilidad y del más
elemental pudor. Dentro y fuera de Chile. Los asesinos y sus cómplices. Al fin
y al cabo, las leyes de punto final fueron la impunidad que ellos mismos
fabricaron para no asumir sus culpas, para salir de rositas tras el espantosa e
inhumano crimen de lesa patria que perpetraron.
No hay comentarios:
Publicar un comentario