domingo, 31 de octubre de 2010

CCOO de ayer y hoy.



En la foto vemos a Javier Arenas, a la sazón ministro de Trabajo del PP, con Fernando Lazcano, secretario de enseñanza de CCOO cuando se perpetró la LOGSE



La muerte de Marcelino Camacho ha llevado de nuevo a las portadas a Comisiones Obreras, esta vez para retrotraernos a una visión histórica, casi nostálgica. Surgida en la lucha contra la dictadura, la central sindical inicialmente de inspiración comunista se ganó entre los españoles un merecido prestigio por el sacrificio, el valor y la coherencia de sus líderes, quienes de forma altruista pagaron un alto precio por el compromiso en el que creían y por una acción arriesgada y meritoria, que contribuyó, sin duda, a debilitar la legitimación del poder constituido y, por tanto, al advenimiento de las libertades democráticas.

Camacho era sustancialmente un hombre honrado, que ejercía como representante de los trabajadores, creía en la necesidad de actuar para lograr derechos, reivindicaciones, mejoras y avances en las condiciones laborales de los menos favorecidos de la sociedad. Su horizonte ideológico estaba equivocado, como ha demostrado el tiempo, pues era el paradigma marxista-leninista, cuyos resultados de miseria y opresión lo han convertido en la historia en una de las utopías reaccionarias de consecuencias más dramáticas para las poblaciones que han tenido que sufrir a esos “salvadores”. Pero su concepción del sindicalismo era de una limpieza y una coherencia envidiables. Una forma de entender el compromiso político que no concuerda con lo que luego ha sido la profesionalización de la vida pública para una buena parte de las promociones que le han sucedido.

Se ha subrayado estos días, con la habitual moda española de alcanzar el elogio unánime en las notas necrológicas, la altura de miras de Marcelino Camacho durante la transición, en la que un represaliado del régimen impuesto por los vencedores de la guerra civil tuvo la grandeza y la generosidad de contribuir al consenso democrático sin pedir un ajuste de cuentas a los que lo habían tratado de forma tan cruel e injusta por defender derechos elementales. Se ha resaltado asimismo, con razón, que activistas como Camacho contribuyeron al reconocimiento, consagrado en la Constitución, del sindicalismo libre frente al verticalismo franquista en los inicios de la democracia.

Pero muchos de los que en estas jornadas de luto y condolencia ocupan el protagonismo público como hagiógrafos de Marcelino Camacho, lo cierto es que lo jubilaron anticipadamente, lo retiraron del protagonismo político y sindical y heredaron el prestigio de las siglas CCOO para construir una empresa que se ha ido alejando paulitanemente de ideales heroicos, o simplemente, de ser representante de los trabajadores en el sistema democrático. De la épica lucha de los encarcelados del proceso 1001, fotografiados de tapadillo en los corredores de la cárcel de Carabanchel, se ha pasado a otros géneros. Si no a la picaresca, sí al menos a la novela realista.

CCOO, como otras entidades que se han transmutado, se ha convertido en una influyente burocracia. Financiada directa e indirectamente con fondos públicos, gestionada de forma antidemocrática, la central sindical que ha vivido de las rentas de la aureola heroica e izquierdosa, forma parte ya del “establishment”, tiene cuota para sus más privilegiados cuadros en bancos y cajas públicas, en las más diversas instituciones oficiales. En la práctica es una estructura que funciona como un grupo de presión movido por los intereses de sus propios dirigentes. Como mucho, de vez en cuando tiene que hacer algo para satisfacer a su clientela. Pero nada lo puede definir hoy en día como un sindicato de clase. Los parados, los más débiles, apenas han tenido en los sindicatos burocratizados la más mínima acción de defensa o de reivindicación.

La comparación de las no muy nítidas instantáneas en blanco y negro de los sindicalistas encarcelados en Carabanchel bajo la dictadura con la imagen de un orondo exsecretario general de CCOO de la capital del reino en el Consejo de Administración de CajaMadrid en el que percibe un sueldo multimillonario es la expresión gráfica más rotunda y sintética de la metamorfosis sufrida por el sindicato fundado por Camacho y otros.

Una de las perversiones del sistema democrático, cuya transición fue modélica si miramos la historia trágica de confrontaciones cainitas típicamente españolas y no tanto si comprobamos lo que se han ido corrompiendo las instituciones, ha sido la esclerotización de una clase sindical, los liberados perpetuos, que han llegado a ser, por desgracia, una casta burocrática que nada tiene que ver con su teórica función de representación de los trabajadores. CCOO, cuyo pecado original fue nacer infiltrada en el sindicato vertical franquista del que en cierta manera se contagió, es hoy ante todo una estructura de poder. Se deshizo en su momento de una dependencia histórica y sentimental con el PCE (al que está ligada sólo una minoría del sindicato) cuando comprobó a la primera de cambio, en junio de 1977, que los delirios y las ficciones de las charlas de café revolucionarias de los setenta nada tenían que ver con un futuro en el que muchos de sus cuadros ya ansiaban protagonismo y seguramente trincar. Se acercó al PSOE, donde milita una parte no desdeñable de sus cuadros sindicales, mantuvo un sorprendente idilio con Javier Arenas, ministro de Trabajo del PP, quien entendió que el franquismo sociológico a lo Solís Ruiz son sonrisas, subvenciones y tener a los gerifaltes de las organizaciones de los trabajadores bien untados para que haya paz social. Y en su pragmatismo, está dispuesto a aliarse con el mejor postor. Como ejemplo, en su vertiente de empresa inmobiliaria, mantiene una asociación de intereses con La Caixa, que no siempre es la entidad bancaria que mejores condiciones ofrece a los socios, ya clientes de la empresa sindical, no representados.

Hace ya muchos años que CCOO ha sido un sindicato especialmente nefasto en el área de la educación, un sector en el que la izquierda siempre ha presumido de tener una especial sensibilidad y respecto del cual generó unas inmensas expectativas. El protagonismo de CCOO en el alumbramiento de la LOGSE y su empecinamiento en considerar intocables todas las leyes y medidas de sus derivaciones, como la también infumable LOE, autoproclamadas pomposamente como progresistas, es un exponente de la decadencia moral de un sindicato que hoy debería formar parte del tejido regenerable de las estructuras socio-políticas españolas.

Estos días vemos a los antiguos dirigentes de CCOO de la enseñanza, los que perpetraron, en compañía de otros, la barbarie educativa, en primera fila del homenaje necrológico al fundador de su sindicato. Tras veinte años de puesta en funcionamiento, las leyes educativas que se han hecho en nombre de valores y conceptos presuntamente izquierdistas, sólo han contribuido a la dualización del sistema escolar, a la postergación de la enseñanza pública en beneficio de la privada. A la degradación académica, moral y laboral de la educación en España. Al empeoramiento hasta límites insoportables de las condiciones de trabajo de los profesores, especialmente en los niveles de enseñanza más afectados por las disparatadas reformas educativas.

Y CCOO es de las organizaciones que con más ahínco se opone a que se cambie ni una coma en un sistema de enseñanza que es, sencillamente, un desastre sin paliativos. El sindicato “de clase” por excelencia es el corazón del manifiesto NO ES VERDAD, con el que quieren que todos vivamos en la misma ficción de la que ellos desean hacer partícipes al común de los mortales. Instalados ya en la mentira oficial o en el fanatsimo ciego (algo tenía que quedar de la ideología inicial, el estalinismo), niegan que la educación haya sido el gran fiasco de la izquierda en España, cuando sin duda ha sido el mayor de todos con diferencia. Con una enseñanza primaria que ha bajado los mínimos hasta niveles lamentables. La secundaria es el gran fracaso de la pedagogía oficial, de la que CCOO es como la Joven Guardia Roja de otros tiempos sigue siendo hoy su gran bastión frente a los “reaccionarios” (otra reliquia dialéctica de la ideología de antaño), el bachillerato no es tal bachillerato. Y sin él no es viable una universidad que ya empieza a notar de forma muy seria los estragos del caos del sistema.

Pero si desde un punto de vista académico, la educación que defiende el núcleo duro de lo que es hoy un lobbie nada romántico y sí muy siniestro, mero heredero nominal de unas siglas que perdieron su pedigrí el día en que sus usufructuarios decidieron crear un grupo de poder, es un fracaso sin paliativos, desde un punto de vista social, lo que hace CCOO con la educación tiene especial delito. En los últimos años en España han descendido las oportunidades para los alumnos de origen humilde que tienen que acudir a la enseñanza pública, pues compiten en peores condiciones que antes de las reformas educativas y tienen menos posibilidades de progreso académico que con un modelo educativo selectivo. Pese a que la enseñanza sea nominalmente inclusiva y no segregadora, lo cierto es que hay un porcentaje demasiado amplio de estudiantes a los que el sistema no les permite ni hacer una formación profesional que les daría una oportunidad laboral ni cursar unas enseñanzas acordes con sus necesidades. El sistema alumbrado, entre otros, por CCOO, genera más segregación y más fracaso. Seguir defendiéndolo desde las posiciones teórica o presuntamente izquierdistas es simplemente impresentable. Y los actuales burócratas de CCOO no van a aceptar su responsabilidad en los graves errores cometidos, pues fueron muchos de ellos los que pusieron en marcha el juguete diabólico educativo que tanto daño ha hecho. Y tendrían que dar paso a otros dirigentes, a otras estructuras. No lo van a hacer. Viven de eso. Son profesionales.

CCOO es hoy una empresa, una empresa subvencionada, que, como tantas cosas, pagamos todos los contribuyentes. Una sutil forma de cuota sindical obligatoria, como la que había en tiempos del caudillo. CCOO es una empresa que se debe a los intereses de sus directivos, concibe a sus teóricos representados como clientes, ha perdido los perfiles ideológicos quizá arcaicos para adaptarse a unos tiempos más amorales y posmodernos y es un eslabón más de un sistema político que sólo en lo nominal es democrático y deja graves vacíos de representación para que los ciudadanos defiendan sus derechos, intereses y aspiraciones. De vez en cuando los burócratas, con la ayuda de algún nostálgico y la colaboración obligada de los que están en nómina, sacan los sacrosantos y míticos símbolos del pasado a pasear, igual que pueden hacer muchos ateos que van a las procesiones de Semana Santa o ponen el árbol de Navidad cuando llegan esas entrañables y tradicionales fiestas.

A los 92 años y tras una vida intensa, Marcelino Camacho ha fallecido, gozando a título póstumo de un reconocimiento generalizado y sin duda merecido. Ahora bien, es una obviedad que lo que representó en su día su trabajo y su compromiso en antiguas y legendarias batallas ya había muerto hace muchos años.

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