Huelga política
Con motivo de los recientes paros en la enseñanza secundaria y las
subsiguientes movilizaciones contra la llamada ley Wert (LOMCE en sus siglas
administrativas) se ha vuelto a oír por parte de las autoridades una referencia
peyorativa a los paros estudiantiles y a las protestas incómodas, que se desprecian altiva y mecánicamente mediante el ya acuñado sintagma maldito de “huelga política”.
Como quiera que las locuciones, frases hechas o sintagmas estereotipados
se terminan usando de forma un tanto automática y no muy reflexiva, no
está de más dedicar algún comentario a esta curiosa expresión descalificatoria,
que si no roza el anatema o el estigma, está cerca del dicterio y, como mínimo, del desdén.
Quienes hablan de “huelga política” implícitamente están atribuyendo un
carácter ilegítimo y bastardo a este tipo de protestas, frente a otras, que tendrían
motivaciones más nobles, como una reivindicación laboral y profesional, que se
supone serían las huelgas no contaminadas (quizá a la japonesa). La huelga es un
derecho constitucional y se puede debatir si una convocatoria en particular es
oportuna, perjudica o favorece el interés general, presenta unas reivindicaciones
plausibles o discutibles, si ha discurrido o no por los cauces legales, si ha
utilizado medios pacíficos o si, por el contrario, se ha valido de la siempre ilícita violencia en
sus más diversas formas. Los ciudadanos, los políticos y los espectadores están
en su derecho de opinar lo que les plazca sobre cada una de las huelgas que
proliferan en nuestra vida colectiva, dar o negar legitimidad a sus peticiones y, por supuesto, sumarse a ellas o no hacerlo.
Pero despreciar una determinada huelga con el manido argumento de que es política no deja de
ser un recurso dialéctico un tanto estrafalario. Primero, porque en su sentido profundo, todas las
huelgas son y han sido políticas. Desde los inicios del movimiento obrero, las huelgas por
los derechos laborales, un salario justo o cualquier otra demanda de los trabajadores han tenido como objeto introducir cambios en el sistema, lo que en la práctica es una forma, lícita, de hacer política. Por tanto, en lugar de ser un
adjetivo especificativo que disociaría diversos tipos de huelga y que
establecería una valoración negativa para las huelgas “políticas”
en oposición a las “no políticas”, podríamos considerar que denominar políticas
a las huelgas constituiría más bien un pleonasmo. Semánticamente expletivo si no fuera por la mala fe con la que se lanza el dardo para dar más carnaza a los más exaltados de la bancada "popular".
Además, hay otro aspecto que no deja de llamar la atención sobre este curioso empleo del lenguaje propagandístico. Se utiliza
el adjetivo “política” como un componente intrínsecamente negativo para
denigrar los sustantivos a los que se pudiera aplicar. Ya lo decía Jardiel Poncela: “si la política
será mala, que a la suegra la llaman madre política”. Ese tic de considerar ilegítima cualquier acción humana que esté contaminada por ese ingrediente impuro y hasta
perverso que se llama política nos recuerda enormemente a la dictadura franquista,
donde todo lo que oliera a la malvada política debía ser proscrito y borrado del mapa. Se le atribuye al dictador una cita de un descomunal y ofensivo cinismo: “Haga como yo, no se meta en
política”. Y es que esa es la idea que el poder desea del español de a pie, que
considere que la política es monopolio y coto vedado de los que se dedican a ella por el bien de España. Claro que al gobernar a lo mejor
no le llaman hacer política. Un mundo sin política sería un mundo puro y armónico, idílico y dulzón, donde
la gente haría lo que en verdad tiene que hacer y no se dedicaría a enredar.
El carácter maléfico, transgresor y pecaminoso de la política es
atribuido siempre por personas que, paradójicamente, se dedican a la propia actividad
política de forma profesional o como trabajo principal durante un cierto periodo de su
vida. Si la política es tan nociva, ¿por qué ellos son políticos? ¿O es que su
conocimiento de lo que es la política, de la que ellos viven, y por lo general bastante bien, les
hace tener de lo político un concepto tan nefasto? Es, objetivamente, un
contrasentido. Cabe suponer quizá que sus leyes no son políticas, que las decisiones
que adoptan tampoco son políticas y que lo que los ministros y sus equipos
dedican su tiempo a cualquier cosa menos a hacer política.
Si leemos, vemos u oímos a los rabiosos opinadores (lo de opinólogo es ya un
barbarismo desmedido) que no han visto estos días con demasiada simpatía las consignas y
pancartas del Sindicato de Estudiantes, observaremos que dan la razón al
ministro, ya que en los mensajes de los huelguistas han detectado demasiados lemas
“políticos”. Vade retro. ¿Por qué los estudiantes se quieren meter en política?
Ya empezamos. A lo mejor alguno termina de Ministro de Educación. Y se le ocurre hacer otra Ley de Reforma de la Enseñanza.
Por este motivo, sería recomendable que los dirigentes políticos, cuando
sufran una huelga contra sus medidas o en protesta por su gestión, demostraran un poco más de talento,
argumentaran a favor de sus tesis con unas razones más sutiles, elaboradas y
convincentes que el espurio y zafio empleo de una respuesta enlatada y
precocinada más propia del agit-prop cutrón que de una dialéctica medianamente decente.
Por desgracia, estos son los términos en los que suelen desenvolverse en España casi todas
las confrontaciones sobre temas controvertidos, lejos de una discusión de altura.
En educación ese debate riguroso algunos hace años que lo echamos en falta. Pero ninguno de los agentes con influencia en el mundo educativo está interesado en analizar ni discutir nada con la más mínima honradez intelectual.
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