Por primera vez en siglos un papa
ha abicado. La iglesia católica, como organización supranacional de un
liderazgo espiritual que aglutina a millones de hombres en el mundo, grupo de
presión que de forma hoy más sutil domina todavía los restos del naugfragio de
los usos predemocráticos propios de la sociedad del Antiguo Régimen, mundo en
el que sñi fue su reino, ha experimentado una doble tensión: entre la
aceptación tolerante de una sociedad secularizada y que ya no le reconoce de facto
ese liderazgo moral de tan forma reverencial; o bien, el encastillamiento, el
cierre de filas ante cualquier cambio sustancial que le haría perder las
esencias de esa tradición eterna que puede ser para algunos su razón de ser.
En este punto estamos a años luz del islam: la iglesia católica ha ido
aceptando a regañadientes la evolución de los tiempos y el progreso, aunque
haya sido ab initio siempre su peor enemigo, pero no ha tenido más remedio que
aggiornarse, pese a todo, para no morir y quedar ridículamente ucrónica.
El revulsivo que supuso el implulso dado desde el principio por su
predecesor polaco, un papa entonces joven, enérgico, forjado en una
supervivencia ardua frente a la persecución de sus predadores comunistas,
volvió a recuperar al menos el
protagonismo de una institución postergada en los sectores más dinámicos a un
estado próximo a la irrelevancia y a la nostalgia de un tiempo glorioso e
imperial, pero casi extinguido. Juan Pablo II ejerció como un líder del siglo
XX, amplió la frontera de su influencia al este de Europa, frenó la teología de
la liberación, volvió a proveer de ese nivel de certeza que el creyente
necesita y conjugó su sensibilidad social, su gran capacidad comunicativa y
teatral con su carácter retrógrado e
intolerante cuando tocaba, que le llevó a respaldar la impunidad de los
legionarios de Cristo, los miembros del Opus Dei y los múltiples pederastas o
consentidores de las perversiones más contrarias a la propia doctrina de la
Iglesia. Woityla quería dar seguridades a través de un reforzamiento de un
dogma que cerrara las puertas de apertura que peligrosamente había entreabierto
el Concilio Vaticano II,
En sus años finales, el sufrimiento patético era una síntesis de imagen
de firmeza incólume aferrada y sacrificada, una adicción al poder a cualquier
precio y una convicción apostólica y mesiánica de que se misión aún no había
concluido y que la historia, en la que él ya se veía, reconocería esa voluntad
de servicio hasta el último momento, ese castizo morir con las botas puestas
como expresión de entrega total a la causa.
Fue su sucesor siempre un cardenal linchado “avant la lettre”, al que se
le atribuían maléficas intenciones, en una tergiversación poco seria de su
pasado juvenil, y se le vinculaba, con falsedad consciente, con el nazismo y
con nada menos que la Inquisición.
Consciente desde el primer momento de su carácter limitadamente
temporal, Ratzinger ha impreso un tono más elegante e intelectual a su figura,
menos mediático, menos iglesia-espectáculo, pero ha cogido el toro por los
cuernos en asuntos muy delicados. Y si bien responde en su discurso contra el
relativismo, en una visión bunkerizada en una institución que se niega a
adaptarse a la realidad, con la mente más puesta en lo que se barrunta y debate
intramuros de la iglesia que extramuros de la misma, no se va el papa Benedicto
XVI con una imagen de curia mafiosa de turbios asuntos, jbanqueros muertos y
escenas más propias de El Padrino, las jerarquías eclesiásticas que bendijeron
con brazos en alto e incienso golpes de estado contra los derechos humanos ni
con una vinvulación inverecunda con la mafia italiana.
Cierto es que la Iglesia, en estos tiempos secularizados y descreídos,
como un poder espiritual y terrenal, sigue sin encontrar su sitio en las
sociedades democráticas, oscilando entre el travestismo progresista de los años
de Tarancón al paredón, seguir siendo un grupo de presión favorable a la
ucronía, con la buena fe de muchos de sus fueles que hacen una labor encomiable
e incluso imprescindible en tiempos especialmente humanos.
¿Hacia dónde nos llevarán la nueva fumata bianca y sus consecuencias. Sólo
el Espíritu Santo y los entresijos de la curia con sus finas dagas y elegantes
zancadillas nos lo esclarecerá en el futuro.
Hoy el Papa de Roma, el Sumo Pontífice ha elegido para los últimos años
de su vida la meditación y el silencio, el alejamiento de las intrigas y
maquiavélicas disputas florentinas, para contemplar y esperar serenamente el
fin de sus días rodeado del goce ascético sereno y equilibrado, la búsqueda de
la paz interior en la espera sosegada desde la última vuelta de su camino,
alejado del bullicio y la falta de caridad y de quietud de la ciudad de los
hombres. Concede, de esta forma, un valor supremo al goce espiritual que en
vida ha preferido terminar con humildad desdeñando la onerosa carga de una
grandeza que ha sabido abandonar con paso sosegado pero firme,
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